A veces pienso que toda la cultura está construida a partir del temor a la muerte. Los ritos funerarios son nuestra solidaria incapacidad para aceptar que somos finitos. Rozar la inmortalidad es el constructo por excelencia de la colectividad.

En los albores de la civilización, Sumeria para ser exactos, Utnapishtim y su esposa son tal vez los primeros inmortales.

Posteriormente Osiris y todo el piélago de faraones egipcios. 

Luego, ante el cisma religioso en la época de Senusert I, los ritos funerarios se democratizan y Sinuhé, un esclavo, es momificado.

Muchos años después, a Alcides, rebautizado por Hera como Hércules, se le ofrece la inmortalidad al cabo de 12 trabajos. Y este héroe es tal vez el primero en dudar. La historia cuenta que a él, después de haber asesinado a la Hydra con la ayuda de su sobrino Yolao: "la soledad lo envolvía con el áspero tejido de sus recuerdos, -y que en cada momento- se preguntaba si la promesa de la vida eterna, podría compensar el cúmulo de los desgarradores recuerdos almacenados en el desdichado territorio de su memoria". 

Marpesa en cambio, se decidió por el mortal Idas cuando Zeus la espetó a resolver sus líos amorosos que oscilaban entre el Afarida y Apolo. Su temor era que al envejecer, el hijo de Zeus, la abandonara. 

Ya sea ansiada u odiada, la inmortalidad ha sido siempre de la mano del Hombre, un consuelo del infinito tiempo. Se apoderó por completo de cada pueblo, de cada uno de sus días, y en la actualidad, de estos días en los que la verdad huele a pan de muerto, de estos días en los que como decía Huidobro: somos perros lamiendo tumbas... 

¿Qué hace la verdad en los templos?

¿Qué hace la verdad en los institutos?

Teme.

Eratóstenes Flores. 02/05/2018.