En el momento álgido de la pandemia que tiene al mundo de cabeza, nace un año en México que viene con vacuna. Y si bien es cierto que este hecho arroja un poco de luz desde las jeringas, es difícil negar que la población ante los hospitales desbordados y la incertidumbre que eso provoca, busca en los viejos mitos un niño de plástico que prometa comida en el futuro; un poco de alivio en la nostalgia de un paraíso cuyo mar revuelca sobre la arena los cubrebocas de la sana distancia; un remedo de oro, incienso y mirra debajo de un joven pino que agoniza, para creer que se puede seguir creyendo. Nunca antes se había manifestado la finitud de la humanidad de un modo tan funesto. ¿Qué va a pasar?, nos preguntamos todos.


En otros tiempos ante los estragos que provocaban por ejemplo los sismos, la gente salía a la calle, se organizaba y estando junta  encontraba una forma de superar la tragedia ayudando. Si el Estado cometía un atropello a la dignidad humana, como de hecho lo hizo en Ayotzinapa y Atenco, la gente salía a la calle, se organizaba y estando junta denunciaba los hechos. La calle era el medio que posibilitaba la acción solidaria, el vínculo fraterno. La calle era el campo fértil de la construcción de soluciones comunitarias y no en pocas ocasiones la música era convocada para cantar el dolor, para denunciar con ritmo los atropellos o simplemente para celebrar entre acordes y melodías el acontecimiento de poder estar juntos. 


¿Qué va a pasar ahora?, es la pregunta que resume el cuestionamiento que se hacen los músicos del mundo sobre la pérdida de la calle y su inseparable multitud. 


Y es que a pesar de las benevolencias de la tecnología que permiten ahora tocar solo, componer solo e incluso producir todo un álbum, estando solo; de ningún modo se puede vivir la música a plenitud desde las islas de la virtualidad individual. 


Cuando una banda en el escenario se prende junta; cuando la fuerza de una canción arranca de la multitud un poderoso coro; cuando el espacio abierto se cimbra ante la corporalidad agitada de la tribu, nos hallamos en el umbral del entendimiento que hace brotar en cada individuo ahí reunido, el temple de ánimo necesario para aprehender la vida, límite de la razón. 


Antes de la pandemia la calle empezaba a ser de las mujeres. Ríos de pañuelos verdes coloreaban el ambiente, y el rock and roll, indicador de qué tan sana se halla la libertad de expresión en nuestro país, palpitaba fuertemente desde el estrógeno. Las Brujas, Las Fockin Biches, La Otredad, Los Batallones Femeninos y la increíble Nidia Barajas tenían la palabra, las melodías y los acordes. Mientras tanto, el rock de los hombres continuaba en su mayoría circulando por los conocidos derroteros que culminan en el Vive Latino, más cerca de la “industria” que de la vida. Sólo algunos se mostraban solidarios con el movimiento, y muy pocos dispuestos a cederles el micrófono.


¿Qué va a pasar en el futuro próximo ahora que hemos perdido las calles y su inseparable multitud? ¿Cómo y cuándo volveremos a estar juntos? Lo ignoro, pero espero que cuando volvamos, la calle sea nuestra de otro modo. Es momento de reflexionar/nos, de componer/nos, de escribir/nos, de leer/nos, de escuchar/nos. Es momento de seguir con lo nuestro explorando las posibilidades de la red, pero no olvidemos por favor, cómo recuperar la explanada de la juventud, la insuperable calle.  


El Alicia está en la calle, el Hilvana está en la calle, el 246 está en la calle, el Doppler está en la calle, el Landó está en la calle, el Semillero de Copil está en la calle, La Gozadera está en la calle y así continua la lista de esos recintos callejeros donde alguna vez cantamos, bailamos, nos embriagamos y ¡Oh, sí!, fuimos felices. 


Calle, ¿a dónde vas?


Eratóstenes Flores. 08/01/2021.