8.- La tlahtoli tlalolin “razón telúrica” como superación de la razón teorética, práctica y poiética.

 

Hemos olvidado apuntar que dicha captación de lo real por parte del viviente como fuente de su vida, produce una emoción o para decirlo con Zubiri, un tono[1] en quien la descubre. Este tono es un nivel superior de vibración que se lleva a cabo en la unidad óntica de los vivientes y que nos acerca a lo que al principio de este texto hemos denominado: temblor. Pero antes de adentrarnos en este término, recuperemos la sonoridad, el calor y la luz de esos tres desarrollos de la sensibilidad que podemos encontrar como razones en Aristóteles. Primeramente tenemos el logos teoréticos, aquel que como momento cognitivo, conoce lo real, capta el contenido de las cosas a priori, de suyo[2]. Luego tenemos el logos prácticos, aquel determinado por la voluntad que quiere, que tiende a lo que ama y que de hecho produce el objeto no material de ese querer. Y finalmente tenemos el logos poiéticos, aquel que pone en existencia material algo que no se daba en la existencia misma previamente. Estos tres logos, estas tres razones, estas tres formas de hacer son propias del ámbito del conocimiento, de la libertad y de la belleza respectivamente.

 

Pues bien, ante estos desarrollos de la aisthesis de la tradición occidental, proponemos el nahuatlismo: tlahtoli tlalolin “razón telúrica”, como la unidad precolombina y en consecuencia previa al capitalismo, que engloba y supera estos tres desarrollos de la sensibilidad en el hombre que tiembla, en el Tlacatl Tlalolin.      

 

¿A qué nos referimos?

 

En ningún otro lugar como en las naciones que han sido sacudidas históricamente por sismos, se puede llegar a tener la radical experiencia del movimiento telúrico. En México, ya sea desde el golfo de Tehuantepec o la costa de Guerrero, recibimos periódicamente mensajes que envía la más honda estructura del mundo; ese centro de toda la imaginación que culmina en el subsuelo.

 

Los temblores son la trágica prueba de que la tierra se mueve, y cada vez que lo hace, despierta en nosotros una particular forma de pensar que no es la puesta en marcha de una serie de categorías o conceptos que desde el intelecto nos mueve. Nos referimos más bien, a eso que a falta de términos que precisan lo decisivo en esta particular forma de la racionalidad, lejos del logos lógico-geométrico griego y su posterior desarrollo, hemos decidido llamar: tlahtoli tlalolin “razón telúrica”.

 

Con una orografía situada sobre cinco placas tectónicas, en México transcurre la vida entre montañas. Lo que vemos y escuchamos en nuestro país está mediado por las cinco sierras madre que se alzan en su territorio. El mexicano que vive en la ciudad, acostumbrado a contemplar un horizonte limitado por volcanes, ha normalizado la experiencia del eco, y ha aprendido a escuchar entre el barullo que en vano trata de escapar de la metrópoli.

 

En la cotidianidad de la urbe, se suele olvidar que hay una voz que proviene del subsuelo, esa en la cual gravita no sólo la posibilidad, sino la irremediable reestructuración de la realidad. Tepeyollot “corazón del monte”, sería el responsable de la aniquilación del quinto sol en la cosmovisión nahua.

 

Según los anales de Cuauhtitlán, la humanidad había pasado por diferentes eras, cada una de las cuales estaba representada por un sol que habría de caer en desgracia. Esta perspectiva cíclica y apocalíptica de los antiguos nahuas, que por cierto, “coincide” con la moderna teoría del Big Crunch, hacía que cada Tlalolin “temblor de tierra,” representara la posibilidad de que el mundo tal cual existía llegara a su fin.

 

Nos narra el misionero franciscano Bernardino de Sahagún, la peculiar manera en la que se apaciguaba el horror ante los tropiezos del sol con la tierra, pues así se explicaban en aquel entonces los temblores. <<Rociaban agua con la boca sobre sus más preciadas pertenencias: alhajas y estructuras de la casa; creyendo que si no lo hacían, el Tlalolin se las llevaría consigo. Gritaban dándose con las manos en la boca, para advertir a los demás que temblaba la tierra. Tomaban a sus niños con ambas manos por las sienes, y los levantaban en alto; pues de lo contrario no crecerían y el temblor de tierra los llevaría consigo.>>

 

El movimiento telúrico es por encima de cualquier opinión o forma de pensar, cismático. El sismo, como lo radicalmente distinto a la cotidianidad que no obstante la conforma, produce una razón que se enfoca en lo que ante lo vivamente decisivo verdaderamente nos importa. Por eso, mientras no se cumpliera la profecía que siempre estaba latente; es decir, mientras Tepeyollot no destruyera al quinto sol; el patrimonio, la propia casa y sobre todo, asegurar que los propios hijos crecieran, es decir: la vida misma, era la cúspide de la acción promovida por lo inevitable. El apaciguamiento del gran temor era para los antiguos nahuas, si bien irreflexivo, sobre todo, acción. La verdad del pensamiento sísmico sólo se halla en la actividad ante el desgarramiento absoluto. Hay que salvar la vida, la existencia se resuelve Nican Axcan “aquí y ahora”.

 

Ya en tiempos de la colonia, se sabe que los temblores con su característico estruendo -que tiempo atrás había sido asociado con el rugir del jaguar-, fueron utilizados para adoctrinar. Lejos de la cosmovisión nahua, cada Tlalolin era una manifestación de la ira divina. Dios enviaba a los pecadores ese castigo, y entonces el horror se apaciguó con <<arrodillamientos y rezos>>; es decir, con pura pasividad. “El temblor duró un credo, el temblor duró dos salmos o el temblor duró un salmo rezado con devoción”, se decía en los templos. En contraste, la relación que los nahuas en México establecieron con la divinidad, específicamente con la divinidad terrestre, osciló entre el ser alimentado por ella y el sacrificio del corazón humano para nutrir al “corazón del monte” evitando así sus tropiezos.

 

 

“… del subsuelo proviene la vida;

pero no la vida insuflada por el soplo de un ser divino.

 

Del subsuelo proviene lo que se cultiva,

lo que siendo tiempo, florece.

 

Sea para ti el río de nuestra sangre

y el pulso de nuestros corazones.

 

¡Tonatihu!,

sigue tu tránsito por la bóveda celeste. E. Xochihua.”

 

Un gran acierto por parte de nuestros antepasados nahuas en relación a la muerte, fue haberla inscrito en la existencia. El sacrifico humano actualizaba el rito primordial, en el cual, primeramente los dioses habían ofrecido su vida en Teotihuacán en pro de la actividad solar para que posteriormente Quetzalcóatl, derramando su propia sangre sobre los huesos del Mictlán, se diera paso a la creación de los nuevos hombres, de los hombres que tendrían que vivir los temblores. La razón nahuatl asumió que era un deber de la humanidad, ofrecer la sangre y el corazón para perpetuar la movilidad del quinto sol; así como su solícito agradecimiento.

 

Esta manera de pensar en la cual va de por medio la Yollotzin “reverenciada víscera cardiaca”, es originalmente orgánica; pulsa como la tierra, y no se palpita igual en las tinieblas que en los dominios del amanecer.

 

En el iluminado Tlahuizcalpan “Luz del amanecer”, se evidencía la amplitud del Tlaltícpac “superficie de la tierra”, lugar en el que si bien nada es eterno, se actúa y se concreta la cotidianidad; es una región cuadrada rodeada por Ateotl “agua sagrada” y en ella se pone a prueba todo el trabajo y aprendizaje humano. Durante el día quedaban expuestos los logros del dominio nahua; pero a su vez, la luz iluminaba las entradas a Yohuallichan “La casa de la noche”.

 

La profusión de cavernas en el Anahuac, indicaban que la tierra tiene rutas oscuras que en el fondo ocultan algo sumamente decisivo. Así como el corazón, la tierra pulsa hasta llegar al subsuelo y en cada temblor pone a prueba los vínculos, construcciones y en general, los logros de los hombres en toda su integridad. En cada sismo el hombre valora su vida ante la propia finitud y razona de un modo completamente diferente. La tierra que oculta los misterios de la muerte y el dolor, provoca en su pesadez, la tlahtoli tlalolin “razón telúrica”, el temblor constitutivo del Tlacatl Tlalolin “hombre/mujer que tiembla”. El oquichtli “hombre” ó cihuatl “mujer” poseído(a) por ella, es biolumniscente, la más alta vibración viviente, y  en cada caso tanto ella como él, define los alcances del pensamiento sísmico. La belleza y la verdad a la que aspira, es nudo inextricable de amplitud solar y oscuridad abisal que ante el temblor se canta.

 

“¡Bruja poderosa!

No dejes de enviar

el pulso que pone a prueba a la verdad.

Hontanar de toda significación, protección telúrica ante el mal.

 

¡Toci, generosa!

            ¿Qué delirios van desde tus entrañas a la realidad?

                       Ante la premura de la finitud, enséñame a entonar el son del subsuelo.

 

E. Xochihua.”

 

En México, el ritmo del corazón de la madre, la percusión del teponaztle, la palabra florida y el toque del caracol; así como el abrigo del seno materno, la posterior calidez acogedora de la comunidad, y el Tlahuizcalpan “luz del amanecer” que brilla en el conocimiento, tiemblan. En ellos hallamos la cúspide de la vibración original sonora, calórica y lumínica respectivamente. Es en la cultura donde el Tlacatl Tlalolin alcanza su plenitud.

 

Pero, ¿es posible dar evidencia palpable de la unidad de la racionalidad que hemos descrito aquí atropelladamente?, ¿hay en la actualidad en México rastros concretos de la tlahtoli tlalolin “palabra/razón que tiembla”?

 

Creemos que sí, que definitivamente sí hay una razón previa al capitalismo y que su carácter telúrico la hace inevitablemente bella. Baste plantearnos seriamente el siguiente cuestionamiento: ¿Cómo son las matemáticas en México después del genocidio maya-azteca?



[1] Zubiri, Javier. (1992). Sobre el sentimiento y la volición. Alianza.

[2] Ibidem.